Me
conocían
como
Caperucita
roja;
mi
verdadero
nombre
simplemente
se
lo
llevó
el
tiempo
y
el
viento.
Vivía
en
la
entrada
de
un
vasto
bosque
con
mi
madre,
quien
me
regaló
la
caperuza
culpable
de
mi
apodo
y,
entre
los
mil
y
un
defectos
que
ella
tenía,
me
obligaba
a
usarla,
y
nunca
debía
sacármela
porque
era
de
tela
importada
y,
por lo tanto, carísima.
Bajo
la
caperuza
usaba
mi
querida
blusa negra,
mis
pantalones
ajustados
rojos
y
mis
zapatillas
de lona.
Mi otro familiar vivo, aparte de mi madre, era mi abuela; mi
adorable
abuelita,
el
único
ser
de
este
mundo
que
me
importaba
un
bledo.
Su
salud
no
andaba
muy
bien,
la
artritis
y
el
colesterol
habían
hecho
de
ella
una
especie
de
feliz
despojo
humano
y,
en
su
orgullo
ridículo,
no
aceptaba
ningún
tipo
de
ayuda.
Mi
madre,
por supuesto,
hacía
la actuación de
preocuparse,
pero
en
sus
pensamientos
sólo
cabían
frivolidades
abyectas.
Así,
viendo
las
cosas
de este modo,
mi abuelita solamente podía contar conmigo. Una triste realidad.
El
día
en
que
todo
empezó
mi
abuelita
tuvo
que
sentirse
realmente
mal
como
para
hacer
lo
que
hizo.
Llamó
a
casa
diciendo
“estoy
enferma”.
Mi
madre,
que
contestó
mientras
se
pintaba
las
uñas,
dijo
que
me
enviaría
hasta
allá
con
un
pastel
apetitoso
y
unas
aspirinas.
“¿Por
qué
no
le
manda
un
médico?”-
pensé
haciendo
rechinar
los
dientes.
El
asunto
es
que
ni
siquiera
se
tomó
la
molestia
de
hacer
ella
misma
el
pastel
y
me
mandó
a
comprar
uno;
tampoco
había
aspirinas,
tuve
que
comprarlas
con
mi
dinero.
Todo
lo
puse
en
una
cesta
octogenaria
de
mimbre
cubierta
con
un
mantel
rojo
que
me
entregó
mi
madre.
Me
veía
igual
de
cándida
que
la
novicia
rebelde.
-Vuelve
temprano-
me
dijo-
en
la
noche
jugaré canasta con mis amigas de Vitacura.
El
trayecto
lo
conocía
de
memoria.
El
bosque
se
asemejaba
a
un
laberinto
intrincado,
lleno
de
senderos
que
conducían
a
cualquier
parte
y
otros
a
ninguna.
Ante
alguna
bifurcación
siempre
doblaba
a
la
derecha,
caso
contrario,
podía
encontrar
algún
peligro.
Observé
a
mi
alrededor,
el
camino
lucía
inmundo:
los
contenedores
de
basura
estaban
desparramados
por
el
suelo;
ardillas
y
perros
hurgueteaban la
mugre
buscando
algo
de comer;
restos
de
papeles
de
todo
tipo
pululaban
por
entre
la
hierba
triste;
grafitis
de
aerosol
o
navaja
herían
el
tronco
de
los
árboles.
En
una
de
éstas
bifurcaciones
estaba
él,
amparado
bajo
la
sombra
de
un
abeto.
-¡Buenos
días,
Caperucita!
¿Qué
haces
tan
solita
en
medio
de
este
peligroso
bosque?
Me
dejó perpleja la
familiaridad
con
la
que
me
habló.
Lentamente
se
acercó;
era
un
lobo,
tan
lobo
y
tan
desconcertante que
me
aterrorizaba.
Usaba
una
chaqueta
de
cuero
negra
con
capucha
y
unos
pantalones
rojos
similares
a
los
míos,
y
unas
zapatillas
de
lona.
Sus
bigotes
eran
largos
y
curvos,
brillaban
con
la
luz
y,
sobre
ellos,
una
nariz
redonda
y
bermellón
contrastaba
con
la
profundidad
de
sus
ojos
verdes,
tan
verdes
como
las
hojas
del
abeto
en
que
estaba
apoyado.
-¿Cómo
conoces
mi
nombre?
-Todo
el
mundo
ha
oído
hablar
de
Caperucita,
y
ahora
que
te
veo
me
resultas
más
interesante.
-Déjame
en
paz,
tengo
que
ir
a
la
casa
de
mi
abuelita
que
se
encuentra
gravemente
enferma.
-¿Y
donde
vive
tu
abuelita?
-Eso
no
te
interesa,
lo
siento,
pero
tengo
que
irme.
Aunque era extraño era
increíblemente
apuesto,
tan
masculino,
pero
no
podía
ceder;
mi
abuelita
me
necesitaba.
Me
sentí
mal
por
haberlo
tratado
tan
groseramente,
mas
que
podía
hacer,
no era mi costumbre hablar con
extraños.
Seguí
caminando
bajo
un
sendero
de
álamos,
la
tersa
hierba
había
dado
paso
a
unos
pastizales
amarillentos
cubiertos
por
frazadas
de
hojas
muertas.
Trecho
más
adelante
se
avizoraba
la
cabaña
de
mi
abuelita.
Llegué
finalmente.
Para
mi
sorpresa,
desde
el
interior
se
oía
música.
Mi
abuelita
jamás
oía
música,
según
ella,
para
no
perturbar
el
canto
de
los
pájaros.
La
puerta
estaba
entreabierta.
Entré
y
llamé tres
veces;
nadie
me
respondió.
Del
dormitorio
venía
la
música
y
una
voz,
que
por
el
tono,
parecía
explicar
algo
importante.
Tomé
el
atizador
del
fuego
como
arma
y
empujé
la
puerta.
Asomé
mi
cabeza
con
cautela.
Para
mi
total
perplejidad
estaba
ahí,
sentado
en
la
cama,
el
mismo
lobo
que
me
había
topado
antes
en
el
bosque
usando
con
total
descaro
un
pijama
de
mi
abuelita.
“¿Cómo
hizo
para
llegar
antes
que
yo?”-
me
pregunté.
A
su
lado
estaba
ella,
radiante,
bebiendo
con
fruición
un
jugo
de
naranja.
Al
verme
ambos
guardaron
silencio
y
me
sonrieron.
El
lobo
me
hizo
señas
para
que
me
aproximara.
-Te
esperábamos,
nietecita-
dijo
mi
abuelita.
Yo
estaba
petrificada.
¿Acaso
se conocían con el lobo?
-¿Qué
significa
todo
esto?
-Es
una
historia
muy
larga-
dijo
el
lobo
con
esa
voz
tan
profunda
que
tenía-
si
estás
dispuesta
a
oírla
empezaré
enseguida a
contártela.
Fue
así
como
supe
que
el
lobo
era
un
terrorista,
y
que
mi
abuelita
facilitaba
la
casa
para
sus reuniones clandestinas.
De
paso,
ella
misma
se
había
vuelto
miembro,
y
también
me
enteré
que
no
estaba
gravemente
enferma,
que todo
era
una
farsa
para
evitar
sospechas,
y
para
hacerme
ir
ese
día.
-Tu
abuela
me
dijo
todo
sobre
ti,
Caperucita,
y
me
encantaría
que
quisieras
participar
de
esta
causa por la democracia.
El
lobo
se
levantó
entonces
y
colocó
un
disco
de
The
Smiths.
No
podía
decirle
que
no
a
aquel
animal
tan
apuesto,
tan
noble,
tan valiente
y
decidido.
Creo
que
en
ese
momento
me
enamoré
de
él;
nunca
antes
tuve
un
novio,
él
sería
el
primero-
me
dije.
Si
hasta
encontraba
ridículamente
tierno
que
vistiera
el
pijama
de
mi
abuelita
y
que
usara
sus
ropas
y
maquillaje
para
pasar
inadvertido
en
sus
correrías.
Me
hipnotizaba
con
sus
ideas
de
libertad
y
esperanza
para
nuestro
pueblo,
“hay
que
hacer
chirriar a la dictadura”,
decía
con
convicción
decidida,
tal
vez
con
algo
de
idealismo
romántico.
Oía
su
voz
con
una
fascinación
tal
que
el mundo a mi alrededor perdía toda consistencia y toda coherencia.
Acepté
sin
cuestionamiento
alguno
y
desde
ese
día
mi
vida
giró
en
torno
a
atentados macabros,
escapes
taciturnos,
lágrimas ingratas, reuniones
en
sótanos
soterrados y,
por supuesto,
en
torno
a
él.
Por otra
parte,
él
no
dejaba
de
admirarme
y
decirme
lo
genial
que
yo
era.
Estaba
completamente
segura
de
que
yo
también
le
gustaba,
que
era
cosa
de
tiempo
que
sucediera
algo
entre
nosotros.
Un
día,
luego
de
una
protesta
que
sin
saber
por
qué
se
volvió
en
nuestra
contra,
en
la
que
tuvimos
que
arrancar
como
ratas
despreciables de
la
policía,
ese
momento
llegó
por
fin.
Estábamos
solos
en
casa
de
mi
abuelita.
Ella
había
ido
a realizarse un supuesto chequeo médico y
no
dejó
que
la
acompañara.
Con
el
lobo
veíamos
una
película
tratando
de
calmar
nuestros
corazones
aún
amedrentados
por
el
fragor
del
escape.
De
pronto,
él
se
levantó
y
fue
hasta
la
cocina;
al
volver
traía
una
botella
de
vino
y
dos
copas.
Sin
mediar
alguna
palabra
la
destapó
y
vertió
su
contenido
bermejo
dentro
de
las
copas.
Hicimos
un
brindis
sin
dejar
de
mirarnos
a
los
ojos;
yo
misma
me
pude
ver,
pequeña
y
asustada,
reflejada
en
su
par refulgente de
zafiros verdes.
-Hace
mucho
tiempo
he
querido
decirte
algo-
dijo.
-Yo
también-
respondí.
No
podía
controlar
mi
corazón.
Y
por
primera
vez
en
mi
vida
sentí
que
la
libídine
me
dominaba.
Refregaba
mis
piernas
una
contra
otra
tratando
de
dominar
a
la
bestia
que
amenazaba
despertar.
Me
saqué
la
caperuza
tratando
de
disipar el calor, aunque sabía que esa no era mi intención.
-Lobo,
que
ojos
tan
grandes
tienes.
-Son
para
verte
mejor,
Caperucita.
-Y
que
orejas
tan
grandes
tienes.
-Son
para
escucharte
mejor.
Me
volvían
loca
sus
respuestas.
Estaba
diciéndome
en
forma
implícita,
pero
también
perspicua,
que
me
quería
tanto
como
yo
a
él.
-Y
que
manos
tan
grandes
tienes.
-Son
para
tocarte
mejor.
No
podía
más,
estaba
a
punto
de
besarlo.
Comencé
a
temblar.
-Y...
¡Y
que
boca
más
grande
tienes!
-Es
para
decirte
lo
que
debo
decirte.
Suave
como
un
remo
que
toca
el
agua
me
lo
dijo.
El
mundo
iluso
y
estúpido
que
había
construido en
torno
a
él
se
desmoronó
como
un
castillo
de
naipes.
Entendí
con
toda
claridad
su
preferencia
por
los
disfraces
de
mujer,
por
el
maquillaje
y
por
bandas
como
Pep shop boys o
The
Smiths.
Mi
lobo
era
irrisoriamente
gay,
un
gay
de
tomo
y
lomo,
una
florcita
llena
de
espinas,
el
objeto
prohibido
de
mi
deseo
amoroso.
¡Que
desperdicio!
-Espero
esto
no
cambie
las
cosas
entre
nosotros-
concluyó.
-Claro
que
no-
respondí
aún
aturdida
y
forzando
una
sonrisa
hipócrita.
-¿Oyes
eso?-
me
dijo
poniéndose
en
alerta.
-¿Qué
cosa?
Yo
no
escucho
nada.
Olvidaba
que
su
oído
de
lobo
era
mucho
más
agudo
que
el
mío.
Sólo
comprendí
la
situación
cuando
derribaron
la
puerta
de
la
casa
de
un
golpe.
La
brigada
de
negro
miserable
irrumpió
zumbando
como
avispas,
violando
la
paz de
nuestro
cuartel
general.
Con
fuerza
impelida nos
agarraron
y
esposaron,
el
lobo
trató
de
resistirse,
pero
unos
golpes atroces
lo
tumbaron.
En
forma
infame
nos
vendaron
los
ojos
y
nos
llevaron
quien
sabe
donde,
dentro
de
un
furgón
lúgubre
y
de
hálito
nauseabundo.
Al
rato
nos
bajaron
y
nos
condujeron
con
un
hombre
que
a
todas
luces
parecía
ser
el
que estaba al mando del operativo.
-¡El
cazador!-
dijo
el
lobo
trémulo
al
verlo.
-¿Y
quién
es
ese?-
pregunté.
El
lobo
me
explicó
como
pudo
que
el
cazador
era
el
mercenario más
temido
por
los
activistas
debido
a
su
crueldad
y
que
nada
podíamos
hacer,
que
era
nuestro
fin.
El
cazador
nos
encerró
dentro
de
una
celda
tétrica.
Dentro
de
la
celda
estaba
mi
abuelita,
que
también
había
sido
capturada.
Nos
abrazamos
y
dejamos
fluir de
nuestros
ojos
cuatro
ríos
correntosos
y
cálidos.
El
lobo
se
sentó
bajo
la
ventana,
cabizbajo
y
rugiendo
algo
entre
dientes,
sin
despegar
la
mirada
del
suelo
duro
y
gris.
-No
te
preocupes-
me
dijo
mi
abuelita
sonriendo-
alcancé
a
avisar
a
tu
madre
antes
de
ser
atrapada.
Ella,
con
todas
sus
influencias
y
dinero,
nos
sacará
de
aquí
muy
pronto.
De
esto
ha
pasado
una
semana.
Nadie nos interroga, nadie se acerca para torturarnos; solo nos
tienen aquí, envueltos entre las sombras. De
pronto
la
reja
de
nuestra
celda
se
abre
y
arrojan
dentro
a
otro
prisionero.
El
nuevo
compañero
levanta
la
cabeza
y
paralizada
por
la
impresión
me
percato
de
quien
es.
No
lleva
sus
vestidos
lujosos
ni
sus
uñas
pintadas,
al
contrario,
se
le
ve
harapienta
y
terrosa,
con
el
cuerpo
cubierto
de
heridas
y
apestando
a
pólvora.
Entonces
comprendo
todo,
ella
también
es
miembro,
también
era
un
personaje
cínico
que
representaba
a
diario
para
no
ser
descubierta.