lunes, 17 de marzo de 2014

Un emprendedor caminando por el Wall Street porteño


¿Bernardo? Si, weon, habla Guillermo. Está todo listo, voy camino al banco a hacer el
depósito. Si, te escucho...eso mismo, eso dijeron los argentinos. No, ¡que va! De que crisis
me hablas, miedoso. Te lo juro compadre; este es el negocio del futuro, es la oportunidad que
estábamos esperando; estamos invirtiendo en la etapa precisa, imagínate, ¡independencia,
viajes y sin jefes ni horarios! Dentro de unos años este producto, que me interesa en lo más
mínimo, yo entré por el negocio, se posicionará como líder en su tipo y prácticamente no
tendrá competencia; tendremos el monopolio total, el estudio de mercado así lo dice...
¡Por la cresta que eres porfiado! ¿Te devuelvo tu plata? ¿Eso quieres? Perfecto,
ningún problema, pero cuando yo esté forrado en plata, ande jugando millones en Las vegas,
viajando por Europa, Cancún, tenga el medio departamento en Zapallar y mi camioneta Ford
tundra, y más encima me esté comiendo a las mansas minas quiero verte y que me digas
Guillermo, puta que tenías razón”. Ya, de acuerdo, de acuerdo, si igual entiendo tu postura.
Si tienes tantas dudas, justo ahora que las lucas ya se van para Buenos Aires, vamos a
tomarnos un café ahí, al bar inglés, ahí te pongo al tanto de todo con lujo de detalles. Si,
tengo harto que hacer pero te espero, siempre tengo tiempo para mi socio ¿En cuánto rato
más llegas? En que termine de avanzar la bendita cola del banco demás que estoy
desocupado cuando llegues. De acuerdo, amigo mio, y recuerda, ¡seremos inmensamente
ricos!
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No digo yo, por eso este país está como está ¡Lleno de weones cobardes e incrédulos!

Un emprendedor caminando por el Wall Street porteño (calle Prat)

La burbuja de caperucita roja


 Me conocían como Caperucita roja; mi verdadero nombre simplemente se lo llevó el tiempo y el viento. Vivía en la entrada de un vasto bosque con mi madre, quien me regaló la caperuza culpable de mi apodo y, entre los mil y un defectos que ella tenía, me obligaba a usarla, y nunca debía sacármela porque era de tela importada y, por lo tanto, carísima. Bajo la caperuza usaba mi querida blusa negra, mis pantalones ajustados rojos y mis zapatillas de lona. Mi otro familiar vivo, aparte de mi madre, era mi abuela; mi adorable abuelita, el único ser de este mundo que me importaba un bledo. Su salud no andaba muy bien, la artritis y el colesterol habían hecho de ella una especie de feliz despojo humano y, en su orgullo ridículo, no aceptaba ningún tipo de ayuda. Mi madre, por supuesto, hacía la actuación de preocuparse, pero en sus pensamientos sólo cabían frivolidades abyectas. Así, viendo las cosas de este modo, mi abuelita solamente podía contar conmigo. Una triste realidad.
El día en que todo empezó mi abuelita tuvo que sentirse realmente mal como para hacer lo que hizo. Llamó a casa diciendo “estoy enferma”. Mi madre, que contestó mientras se pintaba las uñas, dijo que me enviaría hasta allá con un pastel apetitoso y unas aspirinas. “¿Por qué no le manda un médico?”- pensé haciendo rechinar los dientes. El asunto es que ni siquiera se tomó la molestia de hacer ella misma el pastel y me mandó a comprar uno; tampoco había aspirinas, tuve que comprarlas con mi dinero. Todo lo puse en una cesta octogenaria de mimbre cubierta con un mantel rojo que me entregó mi madre. Me veía igual de cándida que la novicia rebelde.
-Vuelve temprano- me dijo- en la noche jugaré canasta con mis amigas de Vitacura.
El trayecto lo conocía de memoria. El bosque se asemejaba a un laberinto intrincado, lleno de senderos que conducían a cualquier parte y otros a ninguna. Ante alguna bifurcación siempre doblaba a la derecha, caso contrario, podía encontrar algún peligro. Observé a mi alrededor, el camino lucía inmundo: los contenedores de basura estaban desparramados por el suelo; ardillas y perros hurgueteaban la mugre buscando algo de comer; restos de papeles de todo tipo pululaban por entre la hierba triste; grafitis de aerosol o navaja herían el tronco de los árboles. En una de éstas bifurcaciones estaba él, amparado bajo la sombra de un abeto.
-¡Buenos días, Caperucita! ¿Qué haces tan solita en medio de este peligroso bosque?
Me dejó perpleja la familiaridad con la que me habló. Lentamente se acercó; era un lobo, tan lobo y tan desconcertante que me aterrorizaba. Usaba una chaqueta de cuero negra con capucha y unos pantalones rojos similares a los míos, y unas zapatillas de lona. Sus bigotes eran largos y curvos, brillaban con la luz y, sobre ellos, una nariz redonda y bermellón contrastaba con la profundidad de sus ojos verdes, tan verdes como las hojas del abeto en que estaba apoyado.
-¿Cómo conoces mi nombre?
-Todo el mundo ha oído hablar de Caperucita, y ahora que te veo me resultas más interesante.
-Déjame en paz, tengo que ir a la casa de mi abuelita que se encuentra gravemente enferma.
-¿Y donde vive tu abuelita?
-Eso no te interesa, lo siento, pero tengo que irme.
Aunque era extraño era increíblemente apuesto, tan masculino, pero no podía ceder; mi abuelita me necesitaba. Me sentí mal por haberlo tratado tan groseramente, mas que podía hacer, no era mi costumbre hablar con extraños. Seguí caminando bajo un sendero de álamos, la tersa hierba había dado paso a unos pastizales amarillentos cubiertos por frazadas de hojas muertas. Trecho más adelante se avizoraba la cabaña de mi abuelita. Llegué finalmente. Para mi sorpresa, desde el interior se oía música. Mi abuelita jamás oía música, según ella, para no perturbar el canto de los pájaros.
La puerta estaba entreabierta. Entré y llamé tres veces; nadie me respondió. Del dormitorio venía la música y una voz, que por el tono, parecía explicar algo importante. Tomé el atizador del fuego como arma y empujé la puerta. Asomé mi cabeza con cautela.
Para mi total perplejidad estaba ahí, sentado en la cama, el mismo lobo que me había topado antes en el bosque usando con total descaro un pijama de mi abuelita. “¿Cómo hizo para llegar antes que yo?”- me pregunté. A su lado estaba ella, radiante, bebiendo con fruición un jugo de naranja. Al verme ambos guardaron silencio y me sonrieron. El lobo me hizo señas para que me aproximara.
-Te esperábamos, nietecita- dijo mi abuelita.
Yo estaba petrificada. ¿Acaso se conocían con el lobo?
-¿Qué significa todo esto?
-Es una historia muy larga- dijo el lobo con esa voz tan profunda que tenía- si estás dispuesta a oírla empezaré enseguida a contártela.
Fue así como supe que el lobo era un terrorista, y que mi abuelita facilitaba la casa para sus reuniones clandestinas. De paso, ella misma se había vuelto miembro, y también me enteré que no estaba gravemente enferma, que todo era una farsa para evitar sospechas, y para hacerme ir ese día.
-Tu abuela me dijo todo sobre ti, Caperucita, y me encantaría que quisieras participar de esta causa por la democracia.
El lobo se levantó entonces y colocó un disco de The Smiths. No podía decirle que no a aquel animal tan apuesto, tan noble, tan valiente y decidido. Creo que en ese momento me enamoré de él; nunca antes tuve un novio, él sería el primero- me dije. Si hasta encontraba ridículamente tierno que vistiera el pijama de mi abuelita y que usara sus ropas y maquillaje para pasar inadvertido en sus correrías. Me hipnotizaba con sus ideas de libertad y esperanza para nuestro pueblo, “hay que hacer chirriar a la dictadura”, decía con convicción decidida, tal vez con algo de idealismo romántico. Oía su voz con una fascinación tal que el mundo a mi alrededor perdía toda consistencia y toda coherencia. Acepté sin cuestionamiento alguno y desde ese día mi vida giró en torno a atentados macabros, escapes taciturnos, lágrimas ingratas, reuniones en sótanos soterrados y, por supuesto, en torno a él. Por otra parte, él no dejaba de admirarme y decirme lo genial que yo era. Estaba completamente segura de que yo también le gustaba, que era cosa de tiempo que sucediera algo entre nosotros. Un día, luego de una protesta que sin saber por qué se volvió en nuestra contra, en la que tuvimos que arrancar como ratas despreciables de la policía, ese momento llegó por fin.
Estábamos solos en casa de mi abuelita. Ella había ido a realizarse un supuesto chequeo médico y no dejó que la acompañara. Con el lobo veíamos una película tratando de calmar nuestros corazones aún amedrentados por el fragor del escape. De pronto, él se levantó y fue hasta la cocina; al volver traía una botella de vino y dos copas. Sin mediar alguna palabra la destapó y vertió su contenido bermejo dentro de las copas. Hicimos un brindis sin dejar de mirarnos a los ojos; yo misma me pude ver, pequeña y asustada, reflejada en su par refulgente de zafiros verdes.
-Hace mucho tiempo he querido decirte algo- dijo.
-Yo también- respondí.
No podía controlar mi corazón. Y por primera vez en mi vida sentí que la libídine me dominaba. Refregaba mis piernas una contra otra tratando de dominar a la bestia que amenazaba despertar. Me saqué la caperuza tratando de disipar el calor, aunque sabía que esa no era mi intención.
-Lobo, que ojos tan grandes tienes.
-Son para verte mejor, Caperucita.
-Y que orejas tan grandes tienes.
-Son para escucharte mejor.
Me volvían loca sus respuestas. Estaba diciéndome en forma implícita, pero también perspicua, que me quería tanto como yo a él.
-Y que manos tan grandes tienes.
-Son para tocarte mejor.
No podía más, estaba a punto de besarlo. Comencé a temblar.
-Y... ¡Y que boca más grande tienes!
-Es para decirte lo que debo decirte.
Suave como un remo que toca el agua me lo dijo. El mundo iluso y estúpido que había construido en torno a él se desmoronó como un castillo de naipes. Entendí con toda claridad su preferencia por los disfraces de mujer, por el maquillaje y por bandas como Pep shop boys o The Smiths. Mi lobo era irrisoriamente gay, un gay de tomo y lomo, una florcita llena de espinas, el objeto prohibido de mi deseo amoroso. ¡Que desperdicio!
-Espero esto no cambie las cosas entre nosotros- concluyó.
-Claro que no- respondí aún aturdida y forzando una sonrisa hipócrita.
-¿Oyes eso?- me dijo poniéndose en alerta.
-¿Qué cosa? Yo no escucho nada.
Olvidaba que su oído de lobo era mucho más agudo que el mío. Sólo comprendí la situación cuando derribaron la puerta de la casa de un golpe. La brigada de negro miserable irrumpió zumbando como avispas, violando la paz de nuestro cuartel general. Con fuerza impelida nos agarraron y esposaron, el lobo trató de resistirse, pero unos golpes atroces lo tumbaron. En forma infame nos vendaron los ojos y nos llevaron quien sabe donde, dentro de un furgón lúgubre y de hálito nauseabundo. Al rato nos bajaron y nos condujeron con un hombre que a todas luces parecía ser el que estaba al mando del operativo.
-¡El cazador!- dijo el lobo trémulo al verlo.
-¿Y quién es ese?- pregunté.
El lobo me explicó como pudo que el cazador era el mercenario más temido por los activistas debido a su crueldad y que nada podíamos hacer, que era nuestro fin. El cazador nos encerró dentro de una celda tétrica. Dentro de la celda estaba mi abuelita, que también había sido capturada. Nos abrazamos y dejamos fluir de nuestros ojos cuatro ríos correntosos y cálidos. El lobo se sentó bajo la ventana, cabizbajo y rugiendo algo entre dientes, sin despegar la mirada del suelo duro y gris.
-No te preocupes- me dijo mi abuelita sonriendo- alcancé a avisar a tu madre antes de ser atrapada. Ella, con todas sus influencias y dinero, nos sacará de aquí muy pronto.
De esto ha pasado una semana. Nadie nos interroga, nadie se acerca para torturarnos; solo nos tienen aquí, envueltos entre las sombras. De pronto la reja de nuestra celda se abre y arrojan dentro a otro prisionero. El nuevo compañero levanta la cabeza y paralizada por la impresión me percato de quien es. No lleva sus vestidos lujosos ni sus uñas pintadas, al contrario, se le ve harapienta y terrosa, con el cuerpo cubierto de heridas y apestando a pólvora. Entonces comprendo todo, ella también es miembro, también era un personaje cínico que representaba a diario para no ser descubierta.