Nos
gustaba disfrutar del fuego de una caminata fantástica entre
callejones estrechos y carentes de sol, trabar amistad rápida con
criaturas pálidas de olor a perro mojado y a silencio, con los gatos
que nos observaban desconfiados, con las viejas flores que nunca se
vendieron, con la cuna de piedra y la cuneta, consumirnos sin remedio
en el abrazo clandestino de una ventana abierta de un tercer piso, en
el recoveco más hediondo a meado y pintado de suspiros, con las
librerías muertas, con el canto metálico de un ascensor, con un
anticucho de sabor a calle y a neblina, con una cerveza
irreductiblemente tibia en alguno de los tantos bares
irreductiblemente mágicos. Ella terminó su intercambio y hoy
probablemente no me recuerda, yo en cambio cada noche le canto
canciones con mi guitarra en plaza Aníbal Pinto, o bien pinto su
recuerdo en alguna muralla de cerro Bellavista.