Ese
día jugaba mi querido Santiago Wanderers, y como siempre, fui al bar
Liberty a ver el partido entre los viejos cañeros y en compañía de
mi acostumbrado botellón de cerveza. Mi mesa siempre estaba
desocupada cuando llegaba al boliche, pero ese día fue diferente.
Sentado en la mesa había un tipo flaco, pálido, ojeroso, de cabello
largo y negro y a punto de caer de borracho. Nos observamos un par de
segundos. Le pregunté que si le gustaba el fútbol. Respondió que
no, que él era escritor y que no disfrutaba demasiado de esos
juegos. Al enterarme de su oficio mi corazón saltó de gozo, le
expresé mi amor por la literatura, que el oficio de escritor es el
oficio más noble del mundo y que mi deseo frustrado siempre había
sido escribir, pero que lamentablemente no tenía el talento. Me
respondió que no sabía de que hablaba, que era un oficio miserable
y lleno de penurias, y que él era aún más miserable, pues había
asesinado a su mujer en un arrebato de odio irracional. Como el
escritor que él era supuse su confesión como un arranque de
fantasía y lo oí incrédulo y me limité a beber de mi cerveza y
mirar el partido que iniciaba. De pronto el flaco se levantó
violentamente de su silla y me sujetó por los hombros, entre
lágrimas me hizo prometerme que, cuando terminara mi bebida, fuera y
lo denunciara a la policía, que él no opondría resistencia al
justo castigo que se merecía por su terrible crimen. El desconcierto
me hizo seguirle el juego, le prometí hacerlo,pero que no podía ir
a la justicia sin saber el nombre del criminal ni el sitio exacto
donde se hallaba el cuerpo. El pálido no dudó un instante en
decirle su nombre: soy Edgard Allan Poe para nunca más, dijo, y el
cadáver de mi mujer está encerrado tras los ladrillos de una de las
paredes de mi casa.