La
mujer de M. despertó una mañana convertida en un repugnante insecto. Su primer
pensamiento fue quitarle la vida y ahorrarle el montón de sufrimiento que le
deparaba el porvenir, pero recordó con dulzura amarga los muchos años de
vivencia juntos, aquellos quince años de dedicación mutua, de problemas, mas
también felicidad, en el momento que jalaba del gatillo y con el amor que se le
revolvía en el corazón optó por encerrarla en casa hasta que muriera. Fue fiel
durante los diez años que transcurrieron desde el encierro, sus pensamientos se
mantuvieron impregnados de un amor que tenía el sabor de las lágrimas y el
aroma de la nostalgia, nunca dejó de alimentarla ni de llevarle el agua, ni de
dedicarle palabras en monólogos de piedra, quizá para no mostrarse débil frente
a ella, hasta que su cuerpo de insecto repugnante se secó bajo un abultado
caparazón. No sin dejar escapar lágrimas que le quemaban el rostro metió el
cuerpo en un saco y fue a sepultarlo al patio trasero. Terminaba de hacer un
vasto agujero y tomaba el saco para depositarlo dentro, sin embargo el saco
comenzó a moverse con movimientos espasmódicos y tuvo que soltarlo, se abrió de
un tirón y del interior cayó el insecto aún vivo. Por entre las alas del
caparazón se produjo una cortadura recta, como la que provoca un sable o un
gran cuchillo, y de esta cortadura emergió el cuerpo humano y desnudo de una
mujer, su mujer, bello y lozano, el mismo cuerpo que poseía hace veinticinco
años atrás.
En M. no cabía más dicha, aún
desconcertado corrió desaforado a llenar de abrazos y besos a su mujer,
demostrarle ese amor que jamás abandonó su corazón y le hizo cuidarla hasta la
muerte, no obstante sólo consiguió, bajo una corriente de lágrimas que emanaba
de sus ojos y palabras de amor y perdón ininteligibles, enredar sus seis patas
en la carrera y herir las rodillas de ella con sus mandíbulas poderosas.