sábado, 7 de noviembre de 2015

TUMBA


Me sentía culpable por haber salido con mis amigas. No podía sacarme de la mente a mi madre. Hace poco había muerto y quería vivir mi duelo, sufrirlo. Siempre he creído que de eso trata la vida: de vivir las buenas y malas experiencias. Y que importaban nuestras diferencias. Que importaba que no le gustaran mis corsés, mis blusas de encaje negras o moradas, mis botas brillantes y mis vestidos vaporosos. Tampoco mis discos de gothic metal ni mis discos de industrial metal. ¿Por qué no escuchas música de Dios? Me decía. Y eso tampoco importaba si la extrañaba. La extrañaba demasiado. Apreté mi vaso de cerveza. Mi mano empezó a temblar. Me puse a llorar con amargura. Dije a mis amigas que quería irme a casa. No intentaron retenerme y me fueron a dejar.
Apagué la luz y me acosté. Me sentí extraña por haberme acostado tan temprano. Un llanto y unos quejidos me despertaron. Miré el reloj de la pared: marcaba incrédulamente las 3.A.M. Me senté y puse más atención a lo que oía. Salí de mi pieza a su tumba improvisada en el patio. Le pedí perdón por haberla matado y recé, recé muchas veces. Pero era inútil. Ella no se callaba.

















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