Me sentía culpable por haber
salido con mis amigas. No podía sacarme de la mente a mi madre. Hace
poco había muerto y quería vivir mi duelo, sufrirlo. Siempre he
creído que de eso trata la vida: de vivir las buenas y malas
experiencias. Y que importaban nuestras diferencias. Que importaba
que no le gustaran mis corsés, mis blusas de encaje negras o
moradas, mis botas brillantes y mis vestidos vaporosos. Tampoco mis
discos de gothic metal ni mis discos de industrial metal. ¿Por qué
no escuchas música de Dios? Me decía. Y eso tampoco importaba si la
extrañaba. La extrañaba demasiado. Apreté mi vaso de cerveza. Mi
mano empezó a temblar. Me puse a llorar con amargura. Dije a mis
amigas que quería irme a casa. No intentaron retenerme y me fueron a
dejar.
Apagué la luz y me acosté. Me sentí
extraña por haberme acostado tan temprano. Un llanto y unos quejidos
me despertaron. Miré el reloj de la pared: marcaba incrédulamente
las 3.A.M. Me senté y puse más atención a lo que oía. Salí de mi
pieza a su tumba improvisada en el patio. Le pedí perdón por
haberla matado y recé, recé muchas veces. Pero era inútil. Ella no
se callaba.
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