A las
tres A.M levantó a su mujer y a sus hijos. El pequeño robot maleta
clasificó las pertenencias de cada uno en lo estrictamente
necesario, las introdujo dentro de su compartimiento y se comprimió,
listo para la partida. Se vistieron, sigilosamente salieron del
departamento y subieron por las escaleras para no despertar
sospechas, alguien podría usar el ascensor magnético a esa hora. Un
helicóptero, que funcionaba gracias a la captación de los rayos
solares almacenados en una batería de licadmo*, los esperaba en el
helipuerto ubicado en la azotea del edificio. Con prisa se
introdujeron en el aparato y esperaron el despegue. Al encenderse las
luces de la cabina observó con melancolía el lar en que habían
vivido toda una vida; sólo su mujer sabía la verdad del asunto,
para los niños se trataba de un simple paseo a la reserva forestal
de la Amazonia, uno de los tres últimos bastiones verdes del
planeta. En realidad, lo que estaba haciendo era ilegal. Como el
científico chileno más importante de los últimos cien años había
agitado su influencia y había logrado introducir a su familia en el
programa de colonización espacial; programa del cual era un miembro
importante pero no imprescindible. Si lo descubrían podrían
expulsarlo, y eso le era bastante claro, y ya no habría esperanza
para ellos. Despegó el helicóptero sin usar sus hélices (para no
hacer ruido), dieron una última mirada a la apoteósica estructura
portuaria y dijeron adiós, para siempre, a la ciudad de Valparaíso.
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