Bebimos
juntos un tercio de una botella de vodka que quedaba y me retiré. El
frío arreciaba a esa hora y azotaba inclemente los cerros. Fui hasta
Caleta Abarca, a la arena, a fumarme un pito y a ordenar mis ideas.
Por ahí tenía guardadas unas viejas composiciones jazzísticas.
Imaginaba la voz de Daniela acariciar mis partituras, la veía
construir universos de arreglos para el piano y darles esa femineidad
tan femenina de ella. Medía, con la vista alcanzando el oscuro
horizonte, mi vida desde que ella llegó. Hasta ese momento siempre
me había sentido como lejano a ella, como una visita dentro de su
mundo, perteneciente a un sitio donde la línea de la frontera que
nos separaba era la misma amistad. No se como definir esos periodos
indiferentes, menos indiferentes después. Quizá su intención fue
siempre ponerme a prueba, hacerme sentir miserable o confundido,
darme las pistas para dilucidar su enigma. Pensaba si Daniela sabía
exactamente lo que yo pensaba, siempre tan presto a ella y tan
preocupado. Algunas veces nos enfrascábamos en juegos de damas
interminables, o en carioca y comíamos sopaipillas pasadas y
fumábamos tabaco en pipa. Tampoco faltaron las discusiones. Me
gustaba verla de pie y contemplar su figura bajo la luz del alumbrado
público o cubierta hasta el cabello por la sombra de los árboles de
la plaza Victoria. Muchas veces ella misma se percataba de esta
alegría que empezaba a experimentar y ante eso caía en un silencio
implacable y perdía la vista o bien se alejaba unos pasos delante de
mi. Jamás había esperado algo de ella. La banda en si no sería más
importante que el hecho de compartir algo juntos, algo que a ambos
nos gustara y derribara el muro de nuestra frontera. Hasta esa noche
había sido tan feliz, y las semanas anteriores en que me había
abierto paso entre la tortuosidad de Daniela, vagando distraído,
mirando el aire como si siempre flotaran hojas. Jamás había
intentado transgredir los límites que me había impuesto
inconscientemente, esa sombra fina y tenue sobre nuestros cosmos
paralelos pero destinados a converger en ciertos puntos. Puntos en el
conservatorio, puntos en nuestros andares musicales, puntos en el
cielo, en los edificios de paredes envueltas en lata, silencios
deliberados e intencionales, miradas cómplices y ni tan cómplices.
Daniela por si misma era ese mundo en el cual quería quedarme a
vivir.
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