El cuerpo de Ángela empezó a
retorcerse como una pajilla de plástico al fuego, se apretaba con
toda la fuerza de sus manos la panza, sentía náuseas, transpiraba
hielo, lloraba arrebatada por el sufrimiento pero nunca gritaba,
porque también el alarido se ahogaba en el estómago mismo;
pataleaba el aire como si una anguila la hubiera abrazado y sacaba y
entraba la lengua de su boca con una rapidez abrumadora. El dolor se
volvió más terrible aún, un lazo áspero y espinoso empezó del
bajo vientre a moverse y a recorrerle todo el intestino, sentía unas
puntadas horribles que se marcaban implacables por el medio del
estómago y luego por el diafragma. El lazo le cubrió por entero el
vientre castigándola sin misericordia, se retorcía con más vigor,
con mayor locura ante la vista atenta de Francisco, que en vez de
lamentarse observaba todo con una especie de alivio, como si todo lo
que le estaba ocurriendo a su novia fuera lo más natural del mundo.
Y esa mañana despertamos como si hubiéramos muerto: un despertar
que tiene el sabor de la sal, un despertar puto y borracho, más
imbécil que el rostro de la recepcionista del motel que nos había
pedido el carné sin mirarnos al llegar. El otro le había dicho
(estúpidamente) que íbamos sólo a conversar, a hablar de negocios.
Ella con un rostro cómplice e irónico respondió que ese cuento se
lo había oído centenares de veces. Y ahí estaba esa sonrisa de
caramelo, esa sonrisa del otro que decía amarme y que me sedujo al
punto del encantamiento mismo, al extremo de la utopía misma. Y ahí
estaba el otro haciendo más planes, que quería conocer a mi madre,
que le llevaría todo un juego de loza de porcelana china auténtico,
que sería mi Tristán y yo su Isolda, que a mi me haría princesa, y
que él sería el príncipe aunque no lo fuera, pero que en el fondo
si lo era, o lo sería. Me olía el cuerpo, me sentía inmunda, me
sentía incomprensiblemente sola. ¿Cómo se lo diría a él? ¿Qué
palabras usaría? Anda a dejarme, dije, pero no a la misma puerta si
no cerca, apenas amanece y aún estoy borracha y con tu peste por
toda la piel envenenándome. Debo dormir. Mamá no lo sabrá. Él no
lo sabrá. Repito: el no lo sabrá. El lazo dentro de Ángela
ascendió al pecho y laceró su esófago increíblemente, ella se
puso de pie; un bulto entonces, como una gran bola, dejó ver su
silueta bajo la piel de la garganta, se quedó ahí quieto un par de
segundos y con una fuerza incontrarrestable traspasó a su boca e
hinchó sus mejillas. Ángela abrió los ojos y se llevó las manos a
la boca tratando de contener el bulto que amenazaba con emerger en
cualquier momento de ella. Francisco arrojó el tercer cigarro lejos
y se levantó, todo su cuerpo se contrajo producto de la
concentración que lo dominó de golpe y colocó su mano dentro del
bolsillo de su chaqueta, sin despegar la vista de su novia. Por entre
las manos de ella atropelló de su boca la cabeza de una serpiente
negra, de escamas brillantes y un vistoso penacho rojo sobre el
morro; la serpiente pujaba y pujaba para salir moviéndose de un
costado a otro, los brazos de Ángela se desplomaron a un costado
agotadas de resistir el embate del reptil, cayó de rodillas y fue
entonces cuando la serpiente salió disparada de sus entrañas.
Ángela cayó inerte y el reptil siseó horriblemente, sacó su
lengua al aire para examinar su entorno y reptó hasta su lado,
volvió a sisear con un siseo que lastimaba los tímpanos y expandió
sus fauces con la intensión de tragársela. Francisco, de un rápido
movimiento, extrajo un revólver del bolsillo en donde tenía puesta
la mano, sacó el seguro y disparó cinco veces a la víbora, esta se
debatió en el suelo cada vez con menor energía, hasta que
finalmente pereció bajo el vuelo celoso de un montón de gaviotas
que observaban la agonía.
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