domingo, 15 de junio de 2014

Ángela (fragmento)


El cuerpo de Ángela empezó a retorcerse como una pajilla de plástico al fuego, se apretaba con toda la fuerza de sus manos la panza, sentía náuseas, transpiraba hielo, lloraba arrebatada por el sufrimiento pero nunca gritaba, porque también el alarido se ahogaba en el estómago mismo; pataleaba el aire como si una anguila la hubiera abrazado y sacaba y entraba la lengua de su boca con una rapidez abrumadora. El dolor se volvió más terrible aún, un lazo áspero y espinoso empezó del bajo vientre a moverse y a recorrerle todo el intestino, sentía unas puntadas horribles que se marcaban implacables por el medio del estómago y luego por el diafragma. El lazo le cubrió por entero el vientre castigándola sin misericordia, se retorcía con más vigor, con mayor locura ante la vista atenta de Francisco, que en vez de lamentarse observaba todo con una especie de alivio, como si todo lo que le estaba ocurriendo a su novia fuera lo más natural del mundo. Y esa mañana despertamos como si hubiéramos muerto: un despertar que tiene el sabor de la sal, un despertar puto y borracho, más imbécil que el rostro de la recepcionista del motel que nos había pedido el carné sin mirarnos al llegar. El otro le había dicho (estúpidamente) que íbamos sólo a conversar, a hablar de negocios. Ella con un rostro cómplice e irónico respondió que ese cuento se lo había oído centenares de veces. Y ahí estaba esa sonrisa de caramelo, esa sonrisa del otro que decía amarme y que me sedujo al punto del encantamiento mismo, al extremo de la utopía misma. Y ahí estaba el otro haciendo más planes, que quería conocer a mi madre, que le llevaría todo un juego de loza de porcelana china auténtico, que sería mi Tristán y yo su Isolda, que a mi me haría princesa, y que él sería el príncipe aunque no lo fuera, pero que en el fondo si lo era, o lo sería. Me olía el cuerpo, me sentía inmunda, me sentía incomprensiblemente sola. ¿Cómo se lo diría a él? ¿Qué palabras usaría? Anda a dejarme, dije, pero no a la misma puerta si no cerca, apenas amanece y aún estoy borracha y con tu peste por toda la piel envenenándome. Debo dormir. Mamá no lo sabrá. Él no lo sabrá. Repito: el no lo sabrá. El lazo dentro de Ángela ascendió al pecho y laceró su esófago increíblemente, ella se puso de pie; un bulto entonces, como una gran bola, dejó ver su silueta bajo la piel de la garganta, se quedó ahí quieto un par de segundos y con una fuerza incontrarrestable traspasó a su boca e hinchó sus mejillas. Ángela abrió los ojos y se llevó las manos a la boca tratando de contener el bulto que amenazaba con emerger en cualquier momento de ella. Francisco arrojó el tercer cigarro lejos y se levantó, todo su cuerpo se contrajo producto de la concentración que lo dominó de golpe y colocó su mano dentro del bolsillo de su chaqueta, sin despegar la vista de su novia. Por entre las manos de ella atropelló de su boca la cabeza de una serpiente negra, de escamas brillantes y un vistoso penacho rojo sobre el morro; la serpiente pujaba y pujaba para salir moviéndose de un costado a otro, los brazos de Ángela se desplomaron a un costado agotadas de resistir el embate del reptil, cayó de rodillas y fue entonces cuando la serpiente salió disparada de sus entrañas. Ángela cayó inerte y el reptil siseó horriblemente, sacó su lengua al aire para examinar su entorno y reptó hasta su lado, volvió a sisear con un siseo que lastimaba los tímpanos y expandió sus fauces con la intensión de tragársela. Francisco, de un rápido movimiento, extrajo un revólver del bolsillo en donde tenía puesta la mano, sacó el seguro y disparó cinco veces a la víbora, esta se debatió en el suelo cada vez con menor energía, hasta que finalmente pereció bajo el vuelo celoso de un montón de gaviotas que observaban la agonía.

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