(Nos amamos aplicados, como navegando sobre el mar. El contorno de su
cuerpo estaba plasmado en el mio como si fuera un tatuaje. Admiraba
sus manos grandes, y ese aroma ligeramente fuerte de su cuello. Me
volví a enloquecer al sentir los pelos de una barba mal rasurada
cosquillear mis pezones. En mi sexo llovía copiosamente luego de una
larga sequía, en mi alma había renacido huracán y fuego, y de mis
labios emergían ternuras. Hundí mi cara en su hombro mientras me
penetraba duro y concentrado, inmerso en un delirio que era un
delirio de sarcófago, intenso y doloroso. Como un dolor volvieron
los recuerdos clausurados en mi mente, como un dolor fueron sus
caricias encima de mi piel que sangraba pretéritos y como un dolor
fueron esos besos que conocía y que ya no eran míos. Aún lo amaba.
Amaba esa felicidad rara que tenía con él, en mis sábanas había
una soledad convergente, multiforme que lo llamaba y que lo buscaba
cada noche sin saberlo. Las lágrimas se me congelaban porque él no
volvía a enjugarlas. Me engañaba en ilusiones que no tenía, y
siempre sola, porque todo hombre que conocía no era ni similar él.
Su sudor me empapaba como antes, sus gemidos eran los de antes, y
nada, sin embargo, era como antes. El amor de él descansaba en otro
corazón. Esto era un consuelo, un consuelo que acepté por voluntad
y por cobardía. El placer que sentía entre mis piernas era ingrato,
era igual físicamente que antes, era triste, no feliz. Tantas noches
con la cabeza hundida en la almohada solía recordar, y el recuerdo
llegó, abrigado de oscuridad, huérfano, penetrándome duro y
aplicado, porque eso era lo único que era como antes.)
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